April 9, 2009

"Los aprendizajes del exilio", de Carlos Pereda

El penúltimo día de enero estuve en la ciudad de México visitando amigos. Después de comer con H.B. y de estar en la Casa Azul, de pronto me descubrí frente a otra casa azul, también en Coyoacán, también lúcida en ideas y de generosas puertas abiertas, la casa de Carlos Pereda y Marcela Rodríguez. Me paré sobre las puntas de los pies, y por la rendija superior de la reja vi, como otras veces, al filósofo en su sillón, departiendo. Timbro, la visita me abre para ahorrarle la molestia al huésped, y charlamos a gusto. No salgo de ahí sin un regalo magnífico: Los aprendizajes del exilio.

A continuación, unas breves reflexiones al caso publicadas en el último ejemplar de "Letras Libres".

En la primera línea de sus Ensayos Montaigne explica que ese libro fundacional es “de buena fe”, con lo cual abate todo fin más allá del personal (o familiar). Montaigne mismo, su propia vida, es la sustancia del libro, asegura. En esa tradición del ensayo prístino se incardina Los aprendizajes del exilio (ganador del concurso organizado por la editorial Siglo XXI). La imaginación curiosa y la busca honesta –lujos en tiempos de lo artificial y lo prefabricado– son los dinamos que animan a Carlos Pereda a probar, intentar, enmendar –en definitiva: a ensayar– diferentes lecturas del exilio.

Del Antiguo Testamento y la tradición grecorromana Pereda extrae tres interpretaciones seminales: el exilio es la pérdida de un contexto, o se traduce como resistencia contra la autoridad responsable, o puede también ser umbral de nuevas experiencias. La modernidad, sin embargo, ha desdibujado –por anegamiento, podríamos decir– lo terrible del exilio: si en la antigüedad fue pena capital –pues el lugar era aún esencial identidad–, hoy nos parecería más bien desdeñable frente a, por ejemplo, los campos de exterminio. Ya nuestros días han sabido instrumentalizar peores penas. Esa fractura entre los siglos insinúa cierto desinterés por la reflexión moral, una “interrupción en los modernos de una sabiduría sobre el exilio”.

Para rastrear esas categorías en las experiencias recientes de los exilios iberoamericanos, Pereda desdeña los testimonios “directos” o inmediatos del exilio, tales como diarios, cartas y otros informes de primera mano, para privilegiar algo más sofisticado: los versos pensados a consciencia, detalladamente corregidos y revisados bajo la lupa del escrúpulo. Un puñado de poetas y versos cribados le bastan para circunvalar al exiliado, distinguirlo de sus parientes políticos –un emigrado, el desterrado, la refugiada, los deportados– y contrastarlo con aquellas interpretaciones antiguas que había ya recuperado. Desgrana así, paso a paso, un racimo de aprendizajes que formula a modo de propuestas.

Pero volvamos los pasos atrás. Exilio: una pérdida, un resistir o un punto de inflexión. Quien asuma el exilio como pérdida se convencerá de que se le ha arruinado lo único que importaba y se dejará habitar por el melancólico sufrimiento, que podría incluso exaltar. Si absolutizara su pérdida, la segunda persona se le desdibuja hasta desaparecer de su horizonte vital. Difícilmente pedirá ayuda o buscará cuidado o cariño, ni siquiera se permitirá sentir furia u odio. Este exilado camina en realidad hacia la parálisis, hacia la nada, con la mirada torcida al pasado. Para discurrir algún aprendizaje, Pereda discute la imperiosa necesidad de “interrumpirse” a uno mismo, de confrontarse y estrujar el pasado para impedir que la experiencia misma de la pérdida se precipite en un pozo desfondado. Ovidio, por ejemplo, “entroniza el dolor sin límites como la única actividad digna de hacer justicia a lo perdido”; en nuestras geografías Pedro Garfias (Primavera en Eaton Hastings) habla de la “blancura intacta” de la patria que recuerda sentado en un parque inglés, y José Moreno Villa (Tu tierra) asume la tierra como “la fórmula/ archicompleta de tu ser”.

La tradición opuesta ¡resiste!, resiste a la pena y, conjurando los ímpetus del carácter y el coraje, embiste, “se persiste en el disenso, y se aguantan los huracanes en contra sin que asome la cobardía”, como Rafael Alberti en Baladas y canciones del Paraná (#17): “Mi tristeza es ira, es rabia,/ cólera, furia, arrebato.” Con lucidez, Pereda advierte una variación entre el resistir masculino y el femenino: para él, resistir es morir o conduce al morir; para ella, resistir es optar por la vida. Cristina Peri Rossi describe con claridad esta ambivalencia en su Descripción de un naufragio: “nada queda ya/ sino el deseo impostergable de vivir”. Para desembarazarse de odios que entumecen las piernas al caminar, con el dolor del exilio pueden tejerse “otros deseos, otras concepciones de sí, otras emociones, otros argumentos, otras tareas”. La vista se dirige al futuro...

Como también en la tercera actitud, que consiste en romper con lo habitual para, tomando el exilio y sus experiencias por los cuernos, enderezar los pasos a otras posibilidades, mientras se hace del estar-en-el-umbral un estado permanente de vida. Jamás se comienza de cero, se está siempre imbuido de las voces que heredamos. En esta visión concurren, por ejemplo, el profeta Isaías y Luis Cernuda (La fecha): “Allá están los caminos,/ a esta luz todavía/ vacíos, y entre ellos/ uno aguarda tu ida.” Para quien está en el umbral, vivir es el íntimo y consciente abrazo al presente más físico sin que termine por comprendérselo ni por comprenderse siquiera a uno mismo, lo cual orilla a una reinvención continua de sí.

De esta manera, Pereda extrae algunos aprendizajes de algunos poetas que padecieron ellos mismos el exilio, los depura con el lente kantiano y en ocasiones los contrasta con Hegel. De este ejercicio Pereda discurre gradualmente una serie de propuestas que enriquecen no sólo nuestro entendimiento del exilio en general sino de cualquier otra pérdida mayor, con lo que vierte una luz en la propia alma. Esta es ya una razón convincente para procurarse la lectura del ensayo.

La segunda razón que aduzco es el lenguaje desenfadado y sin prejuicios con que Pereda articula sus reflexiones por encima de clichés y metáforas muertas. Estas páginas son una conversación adonde concurren de buen grado –Montaigne diría: “con buena fe”– las ideas sin pretensiones de erudición u ostentación. En tiempos donde la lengua castellana parece inhábil para pensar, Los aprendizajes del exilio muestra todo lo contrario: el español no es sólo lengua de poetas y novelistas sino también semillero fecundo para la discusión adulta de ideas. ~

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